Independencia judicial: de las palabras a los hechos

Por José Manuel Arroyo Gutiérrez, Exmagistrado y Profesor Catedrático UCR

24 febrero, 2021

Con frecuencia oímos discursos, reflexiones, conferencias; se organizan debates, seminarios y congresos; o se escriben artículos, tratados, listas de mandamientos, tesis de graduación y un sinnúmero de manifestaciones académicas en torno al tema de la independencia judicial. Todas esas palabras están bien, pero no son suficientes. Hacen falta las actuaciones y los hechos.

Lo cierto, digo yo después de una vida profesional dedicada a la función pública y a la carrera judicial, es que el juez independiente es aquél que por vocación, por valores y por integridad personal decide serlo. Hay muchas tentaciones y amenazas ahí afuera. No hay protecciones legales, constitucionales, ni materiales que puedan detener la debilidad o el oportunismo de quien, desde la privilegiada posición de la judicatura, decide traicionar la misión esencial o el rol social decisivo que le corresponde jugar.

Las principales amenazas a la independencia judicial vienen de los otros poderes, poderes formales y los de facto. Por un lado, el poder de los políticos, los personajes influyentes social, económica o religiosamente, el poder de los superiores dentro de la estructura misma del Poder Judicial, y ni qué decir la poderosa influencia de los medios de comunicación que presionan en uno u otro sentido. Por otro lado, están también los poderes informales o de facto, el de los delincuentes comunes, y los peores, los de la delincuencia de cuello blanco o las mafias del crimen organizado. Venderse es la tentación más frecuente y fácil en la cual caer. Y no se trata solo de la manera más pedestre o vulgar de recibir dinero a cambio de favores. Están las formas sutiles como archivar una denuncia, dejar que prescriba la causa, absolver al culpable o condenar al inocente. Hay gente tan vendida que el agente poderoso no necesita ni siquiera llamarla, insinuarle o hacerle el depósito bancario. Su servilismo olfatea, adivina e intuye lo que se espera de él (o ella).

Una tentación peligrosísima es trazarse una carrera judicial ascendente, dispuesto a pagar cualquier precio, llegar a la cima con una encomienda que cambie la jurisprudencia para servir a los señores que prestaron ayuda, meterse en el mundillo de las cámaras y reflectores para ganar protagonismo público (pasando información a ciertos periodistas para contar con “buena imagen” y favores), o ser capaces de la infamia y la calumnia en los procesos de nombramiento (“si no soy lo suficientemente virtuoso inventaré vicios inconfesables en mis contendientes”; “si tengo que olvidarme de los amigos de ayer, pues cultivaré nuevas amistades”).

Pero ante todo, esto de ser juez o jueza tiene que ser una auténtica vocación. He visto jóvenes profesionales, competentes y valiosos, que tiran la toalla a medio camino. El trabajo judicial siempre es complejo y excesivo, pues exige muchas renuncias, sacrificios y ciertamente a veces es riesgoso, si es que se quiere hacer como es debido. La vocación auténtica, en el caso de los profesionales del derecho en general y particularmente respecto de los funcionarios judiciales, radica en el valor Justicia. Ese valor se refiere no sólo a la justicia del caso concreto, sino al valor de Justicia Social. No puede haber un buen juez que no recienta la desigualdad, la inequidad o la discriminación de seres humanos en su acceso a los derechos fundamentales. Serían como sacerdotes sin fe en Dios o como médicos a los que no les importe la salud de sus congéneres. Por cierto, los hay.

La última frontera de esa vocación auténtica está cuando el buen juez, llevado por sus principios y su integridad moral, enfrenta la amenaza, la descalificación, y hasta la agresión o violencia contra su vida, sin hacer concesiones, sin traicionarse a sí mismo ni traicionar el juramento de actuar conforme a la ley y sólo la ley. Es ahí cuando recuperamos la esperanza.

La valentía no es un adorno más prendido a la toga. Es un requisito sin el cual no hay justicia que valga.

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