VI Congreso Nacional de la Judicatura 2015
MODELO PROCESAL PENAL, POLÍTICA CRIMINAL Y DERECHOS HUMANOS
11 Noviembre, Colegio de Abogados y Abogadas
Mag. José Manuel Arroyo Gutiérrez
Vicepresidente Corte Suprema de Justicia-Costa Rica
Profesor Catedrático Universidad de Costa Rica

INTRODUCCIÓN.

El régimen republicano de Costa Rica, por sus condiciones geográficas (territorio comparativamente pequeño) y políticas (estado unificado, no federal) cuenta con un sistema penal y procesal penal unitarios. Representa también nuestro sistema punitivo un ejemplo típico de los procesos de reforma impulsados en América Latina a partir de las décadas de los años ochenta y noventa del siglo pasado, convirtiéndose el costarricense en un Estado que promovió y estuvo a la vanguardia en la región de ese proceso de reforma procesal penal, de modo que se pasó del llamado modelo mixto moderno, ya relativamente avanzado para su época, a un modelo predominantemente acusatorio, a saber, con un Ministerio Público fortalecido a cargo de la investigación (sustituyendo al juez instructor); un control jurisdiccional a través de jueces de garantías para ciertos momentos críticos del proceso (control de medidas cautelares, valoración en una etapa intermedia del mérito de autos para elevar a juicio); y una etapa de debate o plenario oral y pública, donde nuevamente la intervención de los jueces sella el destino de la causa. El sistema se completa por un servicio de Defensoría Pública bastante consolidado, sin excluir, por supuesto, la defensa particular o privada para quienes la prefieran; y, por último, un régimen de impugnación –el consabido derecho al recurso ante un superior, consagrado en el artículo 8.2.h de la Convención Americana de Derechos Humanos-, que en el modelo tradicional y en el incorporado al Código procesal penal vigente a partir del 1998, pretendió garantizarse por medio de un recurso de casación flexibilizado, cuyas limitaciones, reales y supuestas, ha sido el talón de Aquiles del régimen procesal penal costarricense, al punto que una de las principales reformas que ha experimentado ese modelo, ha sido, después de una condenatoria pronunciada por la Corte Interamericana de Derechos Humanos en el conocido caso Herrera Ulloa versus Costa Rica, nos llevó a introducir un estamento de tribunales de apelación de sentencia con el cual se ha querido consolidar la garantía al reexamen integral de la sentencia surgida en el juicio oral y público, conservándose una casación más restrictiva y tradicional para el control de legalidad, únicamente por violación de ley sustantiva o procesal, perpetrada en sede de apelación.

Hasta aquí he hecho referencia sobre todo al régimen procesal dado que en materia de política criminal, éste ha sido el tópico de mayor dinamismo y transformación, de manera que las principales medidas y políticas implementadas van de la mano de esta materia, más que del derecho penal sustantivo o de otras medidas legales o administrativas que pudieran haber impactado esa política criminal.

2. CONTEXTUALIZACIÓN SOCIO-POLÍTICA.

Me referiré de seguido al contexto donde se ha desplegado esa política criminal en Costa Rica. Hay dos fenómenos histórico- sociológicos que han impactado el sistema penal y procesal penal, y que han incidido de manera relevante en la formulación de la política criminal nacional, entendiendo este concepto en un sentido amplio, al que volveremos más adelante.

El primero de ellos tiene que ver con la transformación de un modelo económico-político inscrito en el paradigma del estado social de bienestar, que ocupa el período que va de 1930 a 1980, y que por supuesto explica la consolidación de una sociedad institucionalmente sólida y con indicadores de bienestar (sobre todo salud, educación y trabajo), que le permitió sortear la dramática violencia política que azoló a la región centroamericana a lo largo de ese mismo período, transformación, digo, hacia un modelo cuya impronta se inscribe, dentro del neoliberalismo o modelo económico-político de libre mercado, que nos ha metido en un túnel cuya luz final no acaba de verse. Los desajustes, conmociones, abandono de políticas, instituciones y programas sociales que ello ha implicado, son, en mi criterio, fuente de una violencia social inédita en la tradicionalmente pacífica Costa Rica y que, en efecto, explican en buena medida índices de marginación e inequidad, también inéditas en el país y que han terminado siendo factores de presión sobre la política criminal establecida. Costa Rica no logra bajar del 20% la pobreza imperante, ni mejorar un índice de gini que ha involucionado en casi dos décimas en menos de 20 años (del orden previo cercano al 0,4 al más reciente cercano al 0,6 de inequidad); es decir, ha habido un acelerado proceso de restricción de las oportunidades de ascenso social y una tendencia hacia mayor desigualdad, que han reflejado –y esto es lo que finalmente nos interesa señalar para los propósitos de este encuentro- en una mayor violencia social y criminal, reflejada en una cada vez mayor cantidad de hechos delictivos con una mayor violencia dirigida sobre todo contra las personas y sus patrimonios. Más del 70% de la población penitenciaria del país guarda prisión por delitos contra la propiedad.

A este primer fenómeno se le une un segundo, de alcances aún más perniciosos, me refiero, por supuesto, a la emergencia del crimen organizado transnacional, sobre todo el relacionado con tráfico de sustancias prohibidas (donde Costa Rica ha dejado de ser simple zona de paso y almacenamiento) para convertirse, además de esto, en zona de comercialización, consumo y luchas entre bandas por control de territorios y del muy rentable negocio ilícito. Las violencias asociadas son las archiconocidas: sicariato (que aumenta y deforma el índice tradicional de homicidios), reclutamiento de personas jóvenes, tráfico de seres humanos, tráfico de armas, corrupción del sector privado (empresas lícitas que entran en connubio para las acciones ilegales), y corrupción del sector público (vulnerabilidad de cuerpos policiales, fiscales, de la judicatura y, por supuesto de las autoridades políticas, en primer lugar los gobiernos locales e incluso algunos casos en el aparato ejecutivo y legislativo centrales).

Donde la bestia se muerde la cola se consuma ahí, en el espacio que ha dejado el estado de bienestar al abandonar la inversión social tradicional, y que aseguraba políticas universales de acceso a servicios básicos y movilidad social (hacia arriba), lo ocupa ahora ese gran competidor del estado conformado por las organizaciones criminales transnacionales con la conquista de sus propios territorios, su propia legalidad y hasta sus propias políticas públicas, de reclutamiento de cuadros y reparto de riqueza. No hemos llegado al cobro de peaje o impuesto a la seguridad a favor de esas organizaciones criminales, pero pareciera que eso es lo que está en el horizonte de no contenerse el proceso en el que estamos inmersos.

Este fenómeno emergente de nueva criminalidad, que debería de abordarse con la estricta, diríamos más, imprescindible, lógica del estado constitucional de derecho, sus principios, y la confirmación de sus libertades y garantías fundamentales (derechos humanos); está siendo arrastrada más bien por la lógica de una “guerra soterrada”, en la cual, se asoma la tentación por relativizar o cercenar esos principios fundamentales heredados en Occidente del Iluminismo europeo del siglo XVIII y que tanto ha costado, de todas formas, afianzar en nuestra América Latina aún en épocas sin estos tremendos desafíos.

El estado democrático republicano surgido de Diderot, Montesquieu, Rousseau, y para lo que más nos atañe, el gran traductor de todo ese pensamiento al sistema penal y a la política criminal, el Marqués de Beccaria, se encuentra hoy en jaque por dos poderosísimos enemigos: el capitalismo salvaje (obsesionado por lucrar sin redistribuir), y el crimen transnacional organizado. De las entrañas del primero surge el fenómeno de la marginalidad y pobreza, uno de los factores que alimentan la criminalidad común; de las entrañas del segundo surge la estrategia de competencia contra la institucionalidad oficial sobre la base de actividades ilegales. Al fin de cuentas, sólo se trata de un único fenómeno, la prevalencia más allá de los márgenes de legalidad o ilegalidad, del egoísmo y el afán de lucro, por sobre la equidad y la justicia, y eso que, desde Tomás de Aquino, se visualizó como la única manera viable de convivencia: el bien común.

La paradoja entonces ha sido, para el caso de Costa Rica, y no dudo que lo haya sido también para un gran número de países de la región, una época histórica donde se ha querido evolucionar, progresar, dejando atrás los sistemas procesal penales de naturaleza inquisitiva (escritos, semi-secretos y no adversariales, con el juez instructor como figura descomunal frente a la debilidad de partes casi prescindibles), hacia sistemas predominantemente acusatorios (orales, públicos, adversariales, con un Ministerio Público empoderado en la fase de investigación, una defensa –pública o privada- capaz de contrarrestar y equilibrar el poderoso aparato de persecución y una judicatura en su rol de garante y decisor, independiente, veraz y objetiva), sin olvidarnos de una policía técnico-científica como actor auxiliar imprescindible; digo que precisamente en esa época histórica de progreso teórico y práctico en la eficacia de sistemas procesales modernos –y el indudable aporte que ello significa a una política criminal democrática- se da la emergencia de fenómenos inéditos que impactan la violencia social y criminal y, frente a los cuales pareciera que carecíamos de suficientes herramientas para hacerles frente.

Todo lo anterior téngase por dicho en la perspectiva democrática clásica de que el sistema procesal penal debe servir y procurar un delicado equilibrio entre el interés social de no dejar impunes acciones dañosas perpetradas por particulares, y el interés individual de tutelar las libertades y garantías fundamentales de quien sea perseguido penalmente, asegurándose, como resultado final, simultáneamente, los valores democráticos de seguridad y justicia.

REFORMA Y VUELTA A REFORMAR.

La reforma procesal penal costarricense, después de la apuesta que se hiciera hacia el final de la década de los noventa del recién pasado siglo, hacia ese modelo descrito como predominantemente acusatorio, ha sucumbido a las presiones de seguirse reformando, la mayoría de las veces, bajo la impronta de temporadas de alarma social, sea por el supuesto o real deterioro de la paz social en razón del crecimiento de la criminalidad, sea por presiones sociales para atender nuevos fenómenos de delincuencia, como los que han sido anotados anteriormente. No todas estas reformas han sido necesariamente siempre en direcciones negativas o regresivas desde la perspectiva de los derechos fundamentales de las personas, pero por supuesto que, en otras ocasiones, si muestran ese carácter regresivo.

Se ha querido ampliar y reforzar la oralidad del proceso, en línea a un procedimiento “por audiencias” que no reserve la oralidad sólo para la etapa final del debate, sino que la introduzca también para la resolución de medidas cautelares (si prisión preventiva u otras medias alternas) al inicio de la investigación, o para etapas intermedias donde se decida el destino de la causa (si se eleva a juicio o se sobresee). La cuestión más debatida en este punto ha sido, en el caso costarricense, entre cómo incorporar al proceso avances tecnológicos (registros y métodos de comunicación video-grabados) a los que no toda la población tiene acceso, cuestionándose en definitiva, si la eficacia de esa nueva tecnología termina sacrificando las garantías de debido proceso, derecho de defensa y acceso a la justicia.

Otra línea de reformas se ha orientado a propiciar el fortalecimiento del rol de la víctima en el proceso a través de garantizarle intervenciones y consultas obligadas, sobre todo en la perspectiva de un proceso penal que ya no ve en la relación Estado- imputado la polaridad principal a considerar, sino que acentúa la relación víctima-victimario, con lo que se transforma el esquema clásico de intereses en pugna dentro del proceso penal.

Con esta misma orientación victimológica, se han introducido cambios normativos para garantizar la participación de testigos o de víctimas especialmente vulnerables como mujeres y menores en ciertos conflictos, sobre todo de violencia doméstica o sexual.

Se han introducido reformas para restringir salidas alternas al procedimiento ordinario, sobre todo restringiendo las posibilidades de conciliación, reparación integral del daño o bien la suspensión del proceso a prueba. Lo anterior en un climas de exacerbación de alarma social, sin que estas alternativas fueran realmente aplicadas de manera significativa (siempre han estado por debajo del 5% de los casos), y sin estudios científicos que demostraran su supuesta incidencia en la reincidencia o en los índices de impunidad.

De igual manera se ha entrado en un movimiento de relativización de garantías procesales del acusado. Aunque claramente se quiso autorizar el interrogatorio policial del imputado, o bien realizar un listado de delitos en que la prisión preventiva se impusiera obligatoriamente, despojando al juez de su potestad discrecional en cada caso, el debate generado por tales iniciativas terminaron en textos de reforma confusos que no lograron su objetivo. Sin embargo, en materia de prisión preventiva si se han ampliado tanto los supuestos de su imposición como los plazos alargados en que puede mantenerse.

Lo propio ha ocurrido con la restricción de beneficios penitenciarios e, indirectamente, mediante el alza en los montos de las penalidades previstas para ciertos delitos; o bien con el caso de la conversión de simples faltas menores o contravenciones en delitos, ciertamente ambos supuestos en el derecho sustantivo, pero que terminan impactando la posibilidad de acceder a otras ventajas procesales (como la ejecución condicional de la pena, o el régimen procesal menos riguroso, con el resultado final de un pago de multas y no de encarcelamiento).

También se han introducido, pero esto es desde el inicio del modelo procesal del 98, figuras que procuran los acuerdos entre la acusación y la defensa mediante el reconocimiento de la culpabilidad obteniendo a cambio castigos menores, anulándose prácticamente el proceso ordinario e instituyéndose un “abreviado” que se criticó como ajeno a algunas de las garantías procesales tradicionales; así como la introducción, esta sí novedosa a partir del 2009, de un procedimiento expedito para la aprehensión en flagrancia, que también ha sido cuestionado a la luz de garantías constitucionales tradicionales, aunque, tanto el juicio abreviado como el de flagrancias, pasaron el examen ante nuestro tribunal constitucional.

El ámbito legislativo no sucumbió, en su momento, a la autorización de los llamados “jueces sin rostro” y, a nivel jurisdiccional, nuestro tribunal constitucional tampoco bendijo la posibilidad de admitir testigos anónimos, pese a la admisión inicial que hiciera una parte de la judicatura en casos relacionados con crimen organizado.

Otras reformas procesales apuntaron a corregir institutos que mostraron insuficiencia a la hora de ponerse en práctica el nuevo Código Procesal, tales como la prescripción.
En resumen, antes de cumplir sus quince años, el Código procesal penal costarricense ya había experimentado, bajo la presión de ciertos conflictos y sectores interesados en influir sobre su estructura y organización, una serie de tópicos estratégicos, que afectaron conceptos y lineamientos básicos de este instrumento de la política criminal de cualquier Estado.

El dilema al que nos vemos enfrentados en toda la región es cómo hacer frente a las nuevas formas de criminalidad sin sacrificar los principios que informan el estado constitucional de derecho, y el compromiso que se ha adquirido con los convenios internacionales de derechos humanos, muchas veces formalmente incorporados como un bloque de constitucionalidad en los ordenamientos internos y que en nuestro entorno jurídico resultan claves la Convención Americana de Derechos Humanos (o Pacto de San José de Costa Rica) en el marco de la Organización de Estados Americanos, y el Pacto de Derechos Civiles y Políticos en el marco de la Organización de Naciones Unidas.

PROCESO PENAL, POLÍTICA CRIMINAL Y DERECHOS HUMANOS.

Ahora bien, podemos decir, con Maximiliano Rusconi que: “… las normas del sistema procesal en materia penal deben manifestar la organización operativa de los derechos fundamentales y garantías constitucionales que, a su vez, forman parte del centro neurálgico de la política criminal del Estado.

“La orientación del proceso penal hacia la política criminal no es otra cosa que el camino conceptual destinado a favorecer a esa manifestación constitucional.

“La política criminal del Estado es el conjunto de principios, garantías y decisiones que influyen de manera directa en el sistema penal.”

Con esto, no puede entenderse sino que cualquier modelo procesal penal tiene un claro límite en principios que informan el llamado bloque de constitucionalidad, a saber, los principios que informan las constituciones de los estados de derecho modernos, indisolublemente unidos a los principios del derecho internacional de derechos humanos. Esto, que puede decirse fácilmente, resulta de muy difícil conciliación frente a fenómenos como el crimen organizado o el terrorismo. Resulta por ello, al menos curioso, reparar que muchas de las declaraciones internacionales o dictámenes de expertos, terminan haciendo un llamado vehemente a la “prudencia”, respecto de normar tanto sustantiva como adjetivamente, un derecho penal que reniegue de sus principios fundamentales; y un llamada también a la “creatividad” para poder encontrar las fórmulas que nos permitan enfrentar esas nuevas versiones de violencia criminal, sin morir en el intento, es decir, sin destrozar los cimientos mismos del estado constitucional y el elenco de derechos humanos.

Por su parte, en el otro concepto central que contiene la convocatoria que hoy atendemos, creemos indispensable referir al Profesor italiano Luigi Ferrajoli en cuanto a su concepto estrictamente formal –nos advierte- de “derechos fundamentales”, para lo cual apunta que: “…son “derechos fundamentales” todos aquellos derechos subjetivos que corresponden universalmente a “todos” los seres humanos en cuanto dotados de status de personas, de ciudadanos o personas con capacidad de obrar;...”

A partir de esta definición, el Profesor Ferrajoli aclara que por “derecho subjetivo” debe entenderse “cualquier expectativa positiva (de prestaciones) o negativa (de no sufrir lesiones) adscrita a un sujeto por una norma jurídica”; y por “status” debemos entender “…la condición de un sujeto, prevista asimismo por una norma jurídica positiva, como presupuesto de su idoneidad para ser titular de situaciones jurídicas y/o autor de los actos que son ejercicio de éstas”. Es claro, se apresura el ilustre maestro del garantismo a aclararnos que la universalidad de los derechos fundamentales no es absoluta, sino relativa a distintas épocas y lugares. “En efecto, el “todos” de quien tales derechos permiten predicar la igualdad es lógicamente relativo a las clases de los sujetos a quienes su titularidad está normativamente reconocida. Así, si la intensión de la igualdad depende de la cantidad y de la calidad de los intereses protegidos como derechos fundamentales, la extensión de la igualdad y con ello el grado de democraticidad de un cierto ordenamiento depende, por consiguiente, de la extensión de aquellas clases de sujetos, es decir, de la supresión o reducción de las diferencias de status que las determinan.”

Analizado el caso de los sistemas procesales penales, como factor relevante de toda política criminal, deviene con claridad cuestionarse si la promulgaciones de excepciones en el tratamiento de cierta clase de individuos en razón de los hechos delictivos que han perpetrado, se avienen con los derechos fundamentales declarados por las constituciones modernas y el derecho internacional de los derechos humanos. Siendo que en nuestros días las políticas de excepcionalidad tienen que ver con fenómenos contemporáneos como el crimen organizado y el terrorismo, vale la pena revisar qué se ha dicho en estas materias, con tal de ir construyendo criterios orientadores de política criminal que, sin eludir los desafíos de los nuevos fenómenos, procuren salvaguardar lo esencial de los principios sobre los que se levanta el edificio de una democracia constitucional.

Así habrá de tomarse en cuenta:

Cualquier innovación en política criminal que pretenda, por ejemplo, enfrentar el crimen organizado, debe partir de un conocimiento profundo del fenómeno a fin de no errar en las medidas de respuesta que se adopten.

Los principios que informan el derecho penal democrático deben ser estrictamente respetados, sobre todo lo que hace al principio de legalidad, culpabilidad, de agravio (ofensividad) y de proporcionalidad. Las propuestas de reforma legal deben vislumbrar el riesgo que existe de que sean aplicadas en supuestos diversos y más amplios con consecuencias imprevistas.

Frente a fenómenos criminales transnacionalizados, la respuesta ha de ser también internacional, tanto en la homogenización de los estándares normativos como en los mecanismos de cooperación entre diversos estados y regiones.

A través del principio de la responsabilidad organizativa, institutos como las modalidades de autoría y participación tradicionales, pueden actualizarse, de manera que se pueda alcanzar a quienes tienen poder de decisión y control en las organizaciones criminales, aunque no hayan participado directamente en los hechos concretos.

Deben retomarse con prudencia la punición de formas preparatorias de delitos, de manera que no se expandan ilimitadamente figuras como la asociación ilícita o su correlato anglosajón de la conspiración.

Las sanciones propiamente penales pueden y deben ser acompañadas de sanciones civiles y administrativas.

Intervenciones imprescindibles deben dirigirse a combatir la posibilidad de que organizaciones criminales controlen actividades empresariales lícitas o infiltren instancias o instituciones públicas (corrupción).

De igual manera tendrán que existir mecanismos de intervención, cierre, disolución de personas jurídicas involucradas en actividades ilícitas.

Los llamados premios a la disociación (como el testigo de la corona) debe regularse de tal manera que no fomenten la impunidad de agentes gravemente comprometidos o con responsabilidades equivalentes a quienes se trate de procesar, y se apliquen con total sentido de la proporcionalidad.

La confiscación de bienes incluidos los productos derivados, según lo dicen las conclusiones del XVI Congreso Internacional de Derecho Penal (1999 en Budapest, Hungría) “… constituye un útil instrumento para atacar a las ganancias ilícitas y reducir la base operativa de las asociaciones criminales”. De igual manera, en este Congreso se ha aclarado que: “Pese a lo pretendido por no pocas legislaciones, la confiscación constituye por su propia naturaleza una sanción penal y no una mera medida preventiva, y así debería ser tratada cuando se trata de personas físicas, aplicándose por tanto con pleno respeto del principio de proporcionalidad y de todas las garantías penales. Tampoco respecto de las personas jurídicas debería admitirse la confiscación total como sanción penal. En el caso de la confiscación de los productos debería partirse de la ´la prueba de que el poseedor los ha obtenido por medio de una infracción de la resulta culpable´: esto sin perjuicio de su extensión a aquellas asociaciones vinculadas y declaradas criminales por decisión judicial, cuando habiendo sido utilizadas para la comisión del delito no pueda justificarse que los bienes se han adquirido por medios legítimos. También ha de aceptarse la confiscación de los productos impuesta a las personas jurídicas ´si, en el momento de la adquisición de los bienes, sus representantes sabían que habían sido obtenidos por medio de una infracción penal (o si la persona jurídica los adquirió sin que mediare un proceso adecuado)´.

La reparación de la víctima no puede verse afectada por la confiscación.

Pueden impulsarse nuevos tipos penales como el delito autónomo de pertenencia a la organización criminal, o bien el blanqueo de capitales, así como la introducción de agravantes a otros tipos penales.

El delito de blanqueo de capitales constituye uno de los mecanismos más efectivos para la confiscación de ganancias ilícitas y su efecto preventivo es innegable.

La conciliación entre la aplicación de determinados instrumentos frente a formas de criminalidad novedosas y los derechos fundamentales, es especialmente delicada en cuanto se entra al derecho procesal penal. Así, se ha dicho en el citado Congreso: “… en muchos sistemas penales internos, se extienden y generalizan las propuestas legislativas de presunción de culpabilidad, inversión de la carga de la prueba e introducción y aplicación de toda suerte de intervenciones proactivas. A juicio de la AIDP, los medios ordinarios del proceso penal común constituyen por lo general instrumento ´suficiente para reaccionar con firmeza contra el fenómeno del crimen organizado´, si bien es cierto que pueden requerir puntualmente algunas ´adaptaciones legislativas´”.

Los principios fundamentales del Estado de Derecho no son compatibles “…con presunciones absolutas de culpabilidad, inversiones insoportables de la carga de la prueba o intervenciones proactivas llevada a efecto al margen de los principios de legalidad, subsidiaridad, gravedad, proporcionalidad y judicialidad…”

Precisamente la incompatibilidad de los principios clásicos del derecho penal republicano y democrático, con las presunciones puras y simples de culpabilidad y con la inversión de la prueba de cargo, ha pretendido ser resuelta estableciendo que en las propuestas de extinción de dominio se trata de procedimientos y medidas no penales. Tal parece que se reconoce la imposibilidad de conciliar garantías penales con presunciones generalizadas de responsabilidad que, se insiste, no tienen naturaleza penal. Difícil de aceptar dentro de los esquemas tradicionales de un ordenamiento jurídico clásico, pero únicas respuestas que se han encontrado para resolver el problema como la emergencia de capitales sin justificación aparente y que van, esas respuestas, más allá de la utilización del sistema tradicional penal y procesal penal que supone un determinado procedimiento bajo ciertas reglas y con ciertas garantías “duras”. En el caso costarricense ni siquiera contamos con una norma constitucional que pueda respaldar estas novedosas respuestas a fenómenos nunca antes conocidos y de urgente respuesta. Sólo el tiempo dirá qué consecuencias tendrá, para la salud del sistema penal, la política criminal dentro de un estado de derecho y el respeto a los derechos humanos fundamentales, la frontera que se está diseñando con este tipo de institutos que, por otra parte, parecieran inevitables.

Termino señalando también que en el horizonte de la política criminal costarricense se encuentra, ya en debate, la posibilidad de crear una jurisdicción concentrada para crimen organizado y corrupción. Esta cuestión obedece a la necesidad de reforzar el tratamiento que se da a graves casos ligados a este tipo de delincuencia y que han encontrado en regiones alejadas del centro del país (fronteras y puertos, fundamentalmente), un aparato de justicia vulnerable y susceptible de ser penetrado. Aquí la cuestión debatida es si el país tendrá los recursos económicos, el personal capacitado y las estrategias de seguridad que aseguren su éxito y no se convierta en un ensayo contraproducente. Razones a favor se perfilan sobre todo para blindar el sistema judicial de poderosas influencias en la periferia del territorio nacional donde los controles pueden ser más laxos. En contra subsisten las dudas acerca de costos del aparato a montar y funcionarios con suficiente capacidad para enfrentar el reto.

Lic. Sergio Bonilla Bastos
Licda. Andrea Marín Mena
Licda. Teresita Arana Cabalceta
Licda. Marcela Fernández Chinchilla
Licda. Melania Chacón Chaves
Licda. Sandra Castro Mora
Lic. César González Granados
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