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José Manuel Arroyo Gutiérrez
Presidente
Sala Tercera |
Señor Presidente, señoras Magistradas y señores Magistrados. Me propongo expresar hoy mi opinión en este asunto, más allá del pronunciamiento que pueda hacer esta Corte. En primer lugar me preocupa el carácter sin precedente de la decisión del Legislativo que, por primera vez en 63 años de vigencia, de la así llamada Segunda República, logra reunir la mayoría calificada suficiente para pronunciarse en contra de la permanencia de un magistrado de esta Corte. Si se leen las actas de la Asamblea Nacional Constituyente del 49, con toda claridad se puede apreciar que la discusión rondó en torno a si se nombraba de manera vitalicia a los miembros de la cúpula judicial, o si bien se le blindaba de manera tal que sus eventuales re-elecciones sólo no se produjeran cuando existiera esa votación negativa calificada. Por supuesto que tal grave consecuencia sólo se justificaba en el caso de faltas igualmente graves que afectaran la investidura y majestad de tan alta función pública y por supuesto que esa protección privilegiada de estabilidad por períodos de nombramiento sucesivos obedece a la necesidad de que los más altos jueces de la República no estén al vaivén de los caprichos políticos coyunturales. En los lamentables hechos que hoy nos ocupan, más me preocupan aún, las sinrazones oídas para justificar lo injustificable. Que un Poder de la República pretenda “advertir”, “aleccionar” o “mandar mensajes” a otro Poder de la República, no entra entre las reglas de la democracia. Y peor todavía, me preocupa que se haya escogido la vía del chivo expiatorio, porque en el caso del Doctor Fernando Cruz Castro, se trata del menos propicio de los chivos expiatorios, por ser un Juez cuya trayectoria de 40 años en el Poder Judicial, se ha caracterizado por su valentía, integridad, capacidad profesional y, sobre todo, lo que tenemos hoy sobre la mesa, su independencia. Me preocupa, compañeras y compañeros, que el principal argumento sea el poder que ostenta coyunturalmente una mayoría parlamentaria que se ha constreñido a ejercer una potestad que le reconoce la Constitución Política. Y esto me preocupa porque el principio de la mayoría, si bien fundamental para el funcionamiento de una democracia, no es una patente de corso que pueda ejercerse irrestrictamente. Las mayorías con frecuencia se equivocan, peor aún, las mayorías a veces se obnubilan y enceguecen; las mayorías hasta pueden convertirse en bárbaras turbas que aniquilan y arrasan con los derechos y dignidad de las minorías. Una mayoría, con proceso judicial y todo, condenó a muerte por envenenamiento al maestro Sócrates bajo cargos infames; las mayorías gritaron en la plaza “crucifícale, crucifícale” contra aquél inocente Nazareno que ha fundado toda una era que lleva su nombre; la mayoría, esta vez religiosa, quemó en la hoguera a Giordano Bruno, como a cientos de miles de libres pensadores, por intuir que la Divinidad se escondía en los átomos del cosmos y por intuir también que no éramos el centro del universo; una mayoría, estimados compañeros y compañeras, de la mano esta vez del poder formal de la Santa Inquisición, para vergüenza de la humanidad, hincó de rodillillas al más grande sabio de la Modernidad, Galileo Galilei, y lo hizo retractarse de las más grandes verdades que había descubierto: que la luna tenía cráteres y montañas, que Venus mostraba fases, y que era el Sol y no la Tierra el que ocupaba el centro del universo hasta entonces conocido. Por eso estimo que hoy no estamos para atenernos al poder formal de una mayoría, porque ésta también tiene que ejercer su poder dentro de ciertos límites, los límites que impone a cualquiera que ejerza autoridad pública el derecho, la razón y la justicia. Hay por eso un transfondo preocupante en la crítica situación que enfrentamos y, Señor Presidente, señoras y señores, me preocupa también que no se conozca ni se acepte el abecé de la teoría más actualizada de la división de poderes y de los controles recíprocos entre ellos. Nadie, absolutamente nadie en una democracia moderna, puede pretender un poder absoluto, irrestricto o incontrolado, aún dentro del ámbito de las potestades y competencias que formalmente le han sido dadas. Si la discusión ha de ser hasta dónde la Sala Constitucional debe ser revisada y restringida en sus poderes y en el alcance de sus resoluciones, la vía institucional y democrática que está abierta es la reforma legal y constitucional, y jamás puede ser, el mensaje aleccionador de Poder a Poder y muchísimo menos el primitivo sacrificio de un chivo expiatorio. Por supuesto que es en esa perspectiva que me preocupan la independencia del Poder Judicial como tal, así como la independencia de cada juez y jueza de la República. Porque hay que recordar aquí y ahora que la teoría contemporánea, sea desde la Filosofía del Derecho o desde la doctrina jurídica, visualizan al Poder Judicial, no como un mero Poder, sino como un auténtico Contra-Poder. El único sentido que pude tener el derecho y su aplicación por parte de la judicatura, es el de servir al equilibrio en las diferencias y desajustes sociales y en los conflictos entre individuos y entre grupos de personas, todo bajo el principio de lograr el equilibrio del más débil frente al más fuerte, a saber: la mujer y sus hijos frente al pater familias; el trabajador frente al patrono; el ciudadano frente al Estado. Esa y sólo esa, es la misión del Poder Judicial, el Derecho y la Justicia. Pero hoy, este lunes 19 de noviembre de 2012, señor Presidente y señoras y señores Magistrados me preocupa sobre todo que un país, una sociedad y un pueblo entero, nos mira expectante, con mirada interrogante, para saber si esta Corte Suprema de Justicia, va a tener el fuste, la entereza y la fortaleza para liderar la defensa de la independencia del Poder Judicial costarricense, no sólo frente a los más de mil juezas y jueces del país o los más de diez mil funcionarios judiciales, sino frente, y principalmente frente, a una sociedad democrática que se merece una convivencia justa y pacífica con una judicatura independiente como derecho fundamental de la ciudadanía.
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