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Subdirector
mugalde@diarioextra.com
Aunque la ley indica expresamente que una de las obligaciones principales de los trabajadores es obedecer las órdenes de sus jefes, la lógica muestra que nadie está forzado a cumplir disposiciones que vayan contra la ley, la moral y las buenas costumbres -aunque se lo ordene su patrón-, esta situación la ratificó la Sala Segunda de la Corte Suprema de Justicia en la sentencia 2008-000093 divulgada el miércoles en exclusiva en DIARIO EXTRA.
La sabia decisión de los magistrados que integran la Sala Segunda indica que “... la obediencia administrativa no es ni puede ser ciega, porque el primer compromiso es con el bloque de legalidad en su conjunto. Y ello es más cierto cuando está de por medio el manejo de fondos públicos”.
Con esto se le da la razón a Ingrid Jiménez, quien demandó a la Municipalidad de Moravia porque fue despedida tras realizar un estudio de puestos dentro del municipio que “tocaba” a sus jefes inmediatos. A partir de ahí el acoso laboral fue intenso, llegando al extremo del despido por “rebeldía”. Sus jefes alegaron que la trabajadora Jiménez se negaba a acatar órdenes y que usaba excesivamente el teléfono de la oficina para asuntos personales.
Sin embargo, la afectada se defendió diciendo que su negativa a cumplir las disposiciones se debió a un asunto de apego a la ley, ya que los altos jerarcas de la municipalidad pretendían un uso inadecuado de los dineros, así como una selección de personal alejada de los procedimientos establecidos en el manual de puestos, y que ella no podía pasar por alto una situación anómala. Por supuesto que tiene toda la razón, ya que una cosa es acatar disposiciones propias del trabajo que nos asignan y otra muy diferente es cerrar los ojos ante las irregularidades. Como decían los abuelos: “acepte órdenes sensatas, pero tampoco hay que cumplir si nos dicen que nos tiremos a un barranco”, eso sería una estupidez.
Así es la cosa, incluso, ya el Tribunal de Casación Laboral había indicado anteriormente que toda persona al servicio de un órgano o ente público está obligada a obedecer las órdenes particulares, instrucciones o circulares de su superior jerárquico, sea o no inmediato, como lo establece la Ley General de Administración Pública en su artículo 107, esto siempre y cuando no implique la realización de actos evidentemente extraños a su competencia o que sean manifiestamente arbitrarios por constituir delito, según el artículo 108. En palabras más sencillas, eso quiere decir que no estamos obligados a alcahuetearle las sinvergüenzadas a nadie.
Ojalá este fallo histórico siente un precedente y los patronos entiendan que el respeto a la ley, a la ética, y a la transparencia debe estar por encima de sus órdenes. Nadie está obligado a obedecer ciegamente a los superiores cuando se trata de actos ilegales. Por supuesto que los empleados deben envalentonarse y denunciar la corrupción de sus jefes, pero tengan mucho cuidado ya que todo lo que se denuncie hay que probarlo, y si no tiene las pruebas seguramente será despedido bajo la excusa de “pérdida de confianza”.
Sigan el ejemplo de Ingrid Jiménez, ella dejó de lado el miedo para poner en su lugar a los jefes abusivos. La lucha de esta empleada duró cinco años hasta que por fin hubo una sentencia a su favor, y ahora “a regañadientes” fue reinstalada en su cargo original y tendrán que pagarle ¢24 millones por concepto de los salarios dejados de percibir a partir de la fecha del ilegal despido, así como los aumentos y otros beneficios no recibidos. Lamentablemente la platita la tendremos que pagar entre todos, pero bueno por lo menos queda sentado el precedente.