EN DEFENSA DE LA DEFENSA
Rosario Fernández Vindas
Debiera ser innecesario defender a ´´La Defensa´´, cuando se trata del derecho de defensa, de los defensores en general, de la Defensa Pública en particular, y de ésta en el proceso penal. Cualquiera sabe que desde la Constitución Política, las Convenciones y Tratados Internaciones, y la misma noción popular, el derecho a defenderse y a ser defendido por un profesional ante la atribución de un delito, es una garantía esencial, para todas las personas, que permite que se nos oiga, al igual que se oye a quien acusa, de previo a una sentencia.
Bastaría con acudir a los adagios que dicen que hay que oír a las dos partes (podrían ser más) antes de decidir sobre un conflicto, y que nadie es buen juez en su propia causa, para entender la estructura del proceso penal acusatorio, que enfrenta el juzgamiento de un delito a partir de la intervención de tres sujetos necesarios: dos que se enfrentan, acusador y acusado, donde cada uno cuenta con al menos un profesional en derecho que vela por su interés (siendo el interés del acusador, generalmente, el de que se condene al acusado, y el de este, por el contrario, que se le absuelva); además, hay un tercer sujeto, el Tribunal, que debe ser imparcial, como lo dice Cafferata Nores, igualmente equidistante del interés del acusador como del acusado, quien decide después de oírles (luego de un juicio, donde los profesionales que asisten a las partes, sujetos opuestos en su interés, ofrecen pruebas, interrogan testigos y peritos y argumentan conforme a su rol de acusador o defensor). El Tribunal, precisamente por su imparcialidad, resolverá conforme a lo que se le demuestre en el juicio, ya sea teniendo por cierta las pretensiones del acusador, plasmadas en la acusación del Ministerio Público (fiscales) o en la querella (abogados particulares acusadores) o, al contrario, considerándolas no probadas, conforme a lo pretendido por la defensa (abogados particulares o defensores públicos). Claro está, que se presentan casos de concordancia entre las partes (supuesto en que el acusado confiesa, o el acusador reconoce, que no existe delito), pero esta no es más que una forma de resolver la oposición inicial entre las partes.
Como cualquier otro encuentro entre adversarios u oponentes, para que su resultado (decisión del Tribunal) pueda ser razonable y justa, se requieren ciertas reglas, siendo la principal, la igualdad de armas, pues a nadie se le ocurriría pensar que la victoria del tigre suelto sobre el burro amarrado pueda ser justa, o la de un boxeador de peso pesado contra otro de peso pluma, o la de quien compite en una carrera en automóvil mientras su contrincante lo hace a pie.
Esta igualdad de armas, o, como expresa Cafferata Nores (Cuestiones actuales sobre el proceso penal, p. 136 y s.) ´´igualdad de posibilidades entre acusación y defensa para procurar …, desequilibrar los platillos de la balanza a favor de los intereses que cada una representa o encarna (verdadero ´control de calidad´ de la decisión final)´´, es consustancial al sistema acusatorio, es decir, sin ello el sistema se cae, la lucha resultaría inútil para la parte desprovista de los instrumentos necesarios para enfrentar a su contrincante, y, por ende, el resultado, que no siempre depende de que se tenga razón, sino de la capacidad de exponerla y demostrarla, probablemente le sería adverso.
Pese a la importancia de la igualdad de armas, contemplado en nuestra legislación como principio de igualdad procesal, tal igualdad no existe a nivel de las instituciones del Ministerio Público, órgano acusador del estado, y la Defensa Pública. De acuerdo con la legislación, el primero no solo cuenta con todo el apoyo policial y técnico para el ejercicio de la acción penal pública, sino con el poder, que puede ser abusivo, de privar de libertad a cualquier persona, hasta por veinticuatro horas, incluso a su contraparte en un juicio, como lo demuestra la lamentable detención de una defensora pública en estos días. A diferencia, la Defensa Pública solo tiene un buen equipo de defensoras y defensores, con unos cuantos investigadores de apoyo, quienes luchan por enfrentar la persecución penal, en los casos encomendados. Pero, a favor del imputado o acusado, la ley consagra la presunción de inocencia y el principio in dubio pro reo, a la vez que limita la detención y la prisión preventiva, lo que, de alguna manera, si se aplicara como debe ser, podría disminuir la citada desigualdad.
Sin embargo, en la realidad, el desequilibrio procesal entre el Ministerio Público y la Defensa se agiganta, a extremos insoportables en un estado de derecho y en un proceso penal que se dice no inquisitivo, cuando se acude a prácticas e interpretaciones limitativas de los derechos de la defensa, y de las personas sospechosas de haber cometido un delito, como son el impedir que el defensor entreviste a los testigos de cargo durante la investigación (aunque el fiscal sí pueda hacerlo con todos los testigos) o la detención generalizada por orden de la fiscalía, cuando una simple citación resultaría suficiente para que la persona comparezca, y, ni que decir, cuando se amenaza con detener al defensor o al testigo de la defensa, porque su oponente, el fiscal o la fiscala, afirma que este miente, aunque no se haya aún dilucidado el caso por el Tribunal. Y, más aún, cuando dicha amenaza se consolida, con la detención espectacular de una defensora, ordenada por su oponente.
Es evidente que estas prácticas desestabilizan el sistema, y pueden generar injusticias, inseguridad, inactividad y miedo, no solo en quienes ejercen la defensa, y en los testigos de esta, sino en los mismos jueces. Es razonable que nadie quiera correr el riesgo de ser detenido, esposado, y enunciado en la prensa y televisión como ´´presunto delincuente´´, aunque luego se declare que la detención fue ilegítima y se establezca la responsabilidad penal de quien la ordenó. El daño que produce una detención arbitraria, y su noticia, es irreparable.
Es posible que en un proceso penal se de un testimonio falso, no solo de los testigos de la defensa, sino también de los de la fiscalía, igualmente es posible que un defensor o un fiscal, influyan en un testigo. Siendo aceptable en tales casos su investigación, pero lo que no es aceptable es que se presuma que el defensor que conversa con un testigo, sea de cargo o de la defensa, le influye o le hace mentir, y menos que el interrogar a los testigos de cargo esté prohibido y pueda constituir delito. Tampoco es aceptable que en un juicio, ante testimonios contrarios a la pretensión del Ministerio Público, este reaccione con la amenaza de la detención, o que detenga al declarante, o al defensor, pues no es sino hasta con el dictado de la sentencia que podría evidenciarse la posibilidad de un delito, el que en todo caso tendría que ser investigado. Aceptar la legitimidad de tal detención, sería igual que aceptar que en un combate de boxeo, el boxeador retador pueda no solo hacer uso de sus puños en contra de su oponente, sino también de una ametralladora. Claro que es una forma más fácil de terminar con el contrincante, pero a todas luces contraria a la igualdad de armas y a la JUSTICIA.

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