| CUARENTA AÑOS DE LA DEFENSA PÚBLICA | ||
Fue allá por el año 1970 que se creó la Defensa Pública (Oficina de Defensores Públicos), gracias a la visión de los entonces Magistrados Ulises Odio y Fernando Coto Albán, de grata memoria, y al apoyo de la Corte Plena. A pesar de que ello representó un cambio sustancial en la concepción de la Defensa Pública, se nombraron unos cuantos defensores públicos, casi todos por medio tiempo, pero se continuó con la designación de defensores de oficio que existía desde antes, quienes por no recibir retribución alguna y dadas sus múltiples ocupaciones como abogados litigantes, se preocupaban poco de los casos y la defensa se volvía una cuestión meramente formal o nominativa. El marco legal lo era el Código de Procedimientos Penales de 1910 que regulaba la figura del defensor en forma muy reducida, pues no sólo permitía que el imputado se defendiera por sí mismo y, por ende, durante la etapa instructora el justiciable no contaba con defensa técnica, sino que el defensor sólo se requería en la etapa final de la instrucción en el momento en que se dictaba el auto de prisión y enjuiciamiento. Hubo que esperar la promulgación del Código de Procedimientos Penales de 1975 para que el cuerpo de defensores públicos se fortaleciera y se constituyera en un verdadero órgano especializado de defensa de los derechos individuales de los sometidos a proceso penal. Llama la atención que a pesar de que nuestra democracia es de las más antigua de América Latina y que claramente nuestra Constitución Política, en el artículo 39, establece el principio de asistencia letrada en materia penal, no fue sino hasta 1970 y, principalmente, en 1975, que se dio un contenido real al derecho de defensa allí establecido. En un Estado Social de Derecho y democrático como el nuestro (artículo 1 de la Constitución Política) no puede concebirse que una persona sea enjuiciada penalmente sin contar con un defensor durante todo el proceso y, en su caso, durante la etapa de la ejecución de la sentencia, pues la existencia de una Defensa Pública especializada es uno de los pilares de la democracia. Ello queda aún más claro de la lectura de lo dispuesto en la Convención Americana sobre Derechos Humanos, o Pacto de San José, donde expresamente se obliga a que el enjuiciado cuente con un defensor durante todo el proceso. Sin entrar a discutir sobre el concepto de democracia, término que tampoco pretendo definir aquí, únicamente diré que la democracia es un sistema de medios y no de fines. Es decir, lo que hace democrática a una Nación no son los fines que se persiguen, sino la forma en que éstos se alcanzan. Un fin puede ser sumamente elevado, positivo y deseable, pero si para alcanzarlo se deben violar las garantías que sirven de fundamento al sistema, simplemente no podrá ser alcanzado. Ello, trasladado al campo del derecho penal, significa que el fin positivo de alcanzar la verdad real por medio del proceso penal ha de obtenerse con estricta observancia y respeto de los derechos fundamentales del imputado. De lo contrario, ese fin no podrá ser alcanzado en un Estado democrático, pues el proceso penal se habrá pervertido. No es que el sistema democrático no tenga fines, sí los tiene y de la más alta estimación, pero para lograrlos deben observarse los medios que el mismo sistema tiene para ello. Por eso, más que un sistema de fines, la democracia es un sistema de medios. En este contexto, cabe preguntarnos en qué consiste la Defensa Pública como medio para alcanzar un fin en un sistema democrático y cuál es su contribución a éste. Para ello, es necesario examinar las condiciones que debe tener la Defensa para ser un medio efectivo y aceptable en una democracia. En primer lugar, la defensa debe ser una garantía irrenunciable para el imputado, pues sin una asistencia profesional no puede cumplirse el precepto constitucional según el cual para la imposición de una pena es indispensable que el acusado haya tenido oportunidad de ejercer su defensa, lo cual no puede entenderse como la mera defensa material, sino también la técnica, pues una y otra se implican mutuamente. Además, ello es consecuencia del principio de seguridad jurídica. Si bien es cierto, nuestra legislación contempla una excepción y permite en determinados casos que el acusado se defienda por sí mismo durante el proceso, debe ser utilizada en casos muy particulares y el juez no sólo debe considerar el conocimiento que el acusado tenga en materia penal, sino también otras condiciones como su estado de ánimo. No es, entonces, aconsejable hacer uso de esa excepción y el juez está obligado a nombrarle defensor al imputado aún cuando éste se oponga y pretenda defenderse por sí mismo, si estima que ello pone en riesgo el derecho fundamental a la defensa. La Defensa Pública deber ser también idónea. La idoneidad del defensor no sólo contempla la preparación académica y la experiencia práctica, sino otras cualidades no menos importantes como el compromiso del profesional con su trabajo, la vocación de defensor y la mística con que realiza sus labores. Debe, entonces, la Defensa Pública, utilizar parámetros de selección que permitan medir todos esos aspectos en el candidato o la candidata a defensor o defensora para que las personas que nombren cumplan ese requisito de idoneidad. Debe también la Defensa Pública actuar éticamente y fortalecer una ética institucional. Es inadmisible que el defensor eche mano a recursos ilegítimos o cuestionables para lograr la absolutoria de su defendido o, al menos, obtenerle una pena menor o algún beneficio procesal en forma fraudulenta. Esto está íntimamente ligado con el concepto de democracia como sistema de medios para obtener fines, pues así como la averiguación de la verdad real y la condena del imputado no se pueden obtener con violación de sus derechos fundamentales, tampoco su absolutoria o beneficios procesales se pueden obtener con violación de los principios éticos que informan nuestro sistema. Relacionado con la ética en la función pública del defensor, está el principio de buena fe que también debe estar presente en todas sus actuaciones. La buena fe no implica que el defensor deba necesariamente creer que su defendido es inocente para poder defenderlo, pues ello sería absurdo, sino que se relaciona con la no utilización de medios dilatorios o prácticas indebidas o abusivas en detrimento de la Administración de Justicia. El defensor es garante de que al imputado se le haga un juicio justo, con cumplimiento del debido proceso, independientemente de su culpabilidad o inocencia. Pero su actuación en el proceso debe regirse siempre por la buena fe. También relacionado con estos dos principios está el de lealtad, en un doble sentido, lealtad con las otras partes y sujetos procesales, así como con el órgano jurisdiccional, y lealtad para con el imputado. En este último caso surge el secreto profesional que obliga al defensor a no divulgar lo que la parte le revela. La lealtad en relación con las partes implica, por supuesto, actuar de buena fe en el proceso. Técnicas dilatorias y el ejercicio de recursos por el ejercicio mismo sin ningún fundamento, podrían constituir casos de deslealtad. La independencia del defensor también es uno de los principios más importantes que deben regir en un Estado democrático. En este punto considero que ese principio se cumple si al menos existe independencia funcional de la Defensa Pública, como sucede en nuestro caso. La Defensa Pública costarricense, aún cuando forma parte del Poder Judicial tiene independencia funcional –y también cierta independencia económica-, lo que le permite ejercer su función sin intromisión alguna de los otros sujetos procesales o de la cúpula del Poder Judicial, en lo que a la labor que le compete se refiere. Correlativo al principio de independencia de la Defensa Pública, está el de independencia e imparcialidad del juzgador, ya que éste, en un sistema democrático, no podría reunir la doble condición de juez y defensor. La independencia del juez es un principio democrático que obliga a que exista en el proceso un acusador y un defensor como sujetos diferentes al juez, pues sólo así éste será verdaderamente independiente e imparcial en relación con el proceso. De allí que la existencia de la defensa es un requisito indispensable en un proceso penal democrático. La labor eficiente, la buena fama y el respeto de que goza la Defensa Pública costarricense en Latinoamérica –de hecho, se encuentra entre las mejores- es un factor que también ha contribuido a garantizar su independencia, por lo que en ese aspecto no ha tenido mayores inconvenientes. La Defensa Pública debe ser eficiente de tal modo que no se trate de una mera defensa formal, sino que el defensor se comprometa con su defendido y vele por la protección de sus derechos fundamentales y legales. No basta entonces, que el imputado cuente nominalmente con un defensor público nombrado en el proceso penal, es indispensable que conozca y tenga una estrecha y fluida comunicación con su defensor y que éste le asesore eficazmente. No debe perderse de vista que aún cuando el defensor ejerce la defensa técnica el titular del derecho de defensa es el imputado, pues es éste el sometido a proceso y al que debe garantizársele su pleno ejercicio. Es la necesidad de garantizar ese derecho del enjuiciado en el sistema democrático, lo que hace indispensable la existencia de la Defensa Pública como medio para hacer realidad ese derecho fundamental, ya que en muchos casos el imputado no puede o no quiere costear un defensor privado. La gratuidad es otro principio de la Defensa Pública. Esto es obvio, pues de otro modo no tendría sentido. Sin embargo, el principio de gratuidad debe aplicarse en los casos en que el imputado no tenga recursos para pagar un defensor, con el fin de que la carencia de recursos económicos no sea un obstáculo para que un acusado cuente con un defensor que ejerza su defensa técnica, tal y como debe ser en un Estado democrático. Debemos tener presente que la Administración de Justicia es un servicio público, de donde la Defensa Pública, como órgano auxiliar de aquélla, también es un servicio público, al que, en tesis de principio, se le aplican las regulaciones propias de los servicios públicos, incluida las relativas a la responsabilidad. El defensor público no realiza una obra de caridad o una prestación social, sino que es el cumplimiento de la defensa de los derechos del imputado. Como servicio público que es, debe caracterizarse por la continuidad, regularidad, uniformidad, generalidad, obligatoriedad, adaptabilidad, calidad y eficiencia, permanencia y gratuidad. Me limito simplemente a mencionarlos, sin entrar a definirlos ni analizarlos, ya que el espacio concedido para mi intervención no lo permite. Pero sí me parece importante recalcarlos, pues es de suma importancia tener conciencia de los principios que debe cumplir por tratarse de un servicio público esencial para la paz social y una correcta Administración de Justicia. Como servicio público, la Defensa Pública se ha extendido a otras áreas fuera de la materia penal y de la ejecución de la pena, que han sido tradicionalmente las que han contado con ese servicio. Hoy en día, también se presta en diversas áreas , tales como Agrario, Disciplinario, curatelas en materia de familia, Penal Juvenil, Pensiones Alimentarias, Violencia Doméstica y Ejecución de la Pena, como medio de garantizar el acceso a la justicia. No quiero finalizar mi intervención, sin referirme a la materia de Ejecución de la Pena, que me parece de suma importancia. Durante la etapa previa a la condena, el imputado está protegido por una serie de garantías y derechos que, una vez condenado, desaparecen. La vida en prisión coloca al condenado en una situación de fuerte sujeción al poder del Estado y, por ello, su condición frente a éste es más vulnerable. Ese olvido social por las condiciones del sentenciado en la vida intra-carcelaria se refleja a nivel normativo por el poco desarrollo que la figura del Juez de Ejecución de la Pena y de la Defensa Pública de Ejecución de la Pena tienen en el Código Procesal Penal vigente, el cual dedica al tema unos cuantos artículos. Ni siquiera se ha creado el Tribunal de Apelaciones en la materia y, actualmente, es el mismo Tribunal Sentenciador el que conoce de las apelaciones, lo que es claramente inconveniente dado que no sólo no es un órgano especializado en la materia, sino que al haber sido el que le condenó su posición frente al sentenciado se verá contaminada por esa circunstancia. Esta parte del servicio que presta la Defensa Pública es una tarea pendiente, que debe ser fortalecida pues con ello también fortaleceremos nuestra democracia. La Defensa Pública enfrenta ahora nuevos retos. Los juicios mediáticos no sólo representan un obstáculo para una buena Administración de Justicia, sino una presión para el defensor en su labor para garantizar un juicio justo para el imputado. En este contexto, el defensor público tiene una labor semejante a la del juez Constitucional, pues su misión en el proceso penal es garantizar que al imputado se le respeten sus derechos fundamentales. Tampoco faltan voces que, en aras de la seguridad ciudadana, pretendan reducir considerablemente los derechos del acusado y, en aplicación del derecho penal del enemigo, consideren la labor de la Defensa Pública como perjudicial para la sociedad y quieran diezmar sus funciones. Ante ese panorama yo les digo a las defensoras y defensores públicos que no claudiquen en sus funciones y que con dignidad presten un servicio público de calidad como hasta ahora lo han hecho, pues con ello contribuyen al fortalecimiento de nuestra democracia. En todos los asuntos humanos hay esfuerzos, y hay resultados, y la fortaleza del esfuerzo es la medida del resultado. En razón de ello, insto a la Defensa Pública a continuar dando los resultados que la han hecho merecedora de ser una de las mejores defensas públicas de Iberoamérica, ya que sus esfuerzos nunca serán en vano. |
Licda. María Isabel Hernández Guzmán
Lic. Sergio Bonilla Bastos
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